Santidad y evangelización de la sociedad

SANTIDAD Y EVANGELIZACIÓN DE LA SOCIEDAD

Acto Académico, Universidad Eclesiástica San Dámaso - Madrid 17 marzo 2021

 

Dirijo mi saludo a todos ustedes, agradecido en primer lugar a Su Eminencia el señor Cardenal Carlos Osoro Sierra, Arzobispo de Madrid y Gran Canciller de esta Universidad, por la invitación que fraternalmente me ha dirigido. Saludo con él al Reverendísimo Decano de la Facultad de Derecho Canónico que guía los trabajos de este Acto Académico con motivo de la celebración de San Raimundo de Peñafort. Gustosamente habría ido a Madrid para estar también físicamente con ustedes, pero la persistente situación epidemiológica me lo ha fuertemente desaconsejado. Lo siento realmente y me disculpo. Tengan a bien igualmente sentirme junto a ustedes en esta circunstancia, preludio de una fecunda colaboración con esta Congregación de las Causas de los Santos.

El tema sobre el que se me ha propuesto intervenir es Santidad y evangelización de la sociedad. En la exhortación apostólica Gaudete et exsultate, Francisco nos ha recordado que «la santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo» (n. 129). Más concretamente, ha escrito que «en la medida en que se santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo» (n. 33). A esto quisiera agregar cuanto dijo Benedicto XVI en la homilía de apertura del Sínodo de octubre de 2012: «Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones». Cuando pronunciaba estas palabras dirigía particularmente su mirada a San Juan de Ávila, quien en aquella misma ocasión, junto a Santa Hildegarda de Bingen, era proclamado Doctor de la Iglesia.

1. La santidad de Dios en Cristo

Para adentrarme en el desarrollo del tema, quisiera recordar las palabras con las que la Divina Liturgia nos introduce en el momento central de la Santa Misa. Después de haber proclamado el trisagio (que en su inicio está inspirado en Is 6,3), la Anáfora II proclama: Vere Sanctus es, Dómine, fons omnis sanctitátis. Es un humilde reconocimiento de la santidad fontal de Dios: Él es Santo y fuente de santidad. Me vienen a la memoria unas palabras con las que Cromacio de Aquileya, santo obispo del siglo IV, comentaba la oración del Pater: «No necesita ninguna santificación Él, que es fuente de santidad eterna. ¿Quién puede, en efecto, "santificar" al que por medio del profeta nos dice: "Sed santos, porque yo soy santo"? Y, sin embargo, nosotros pedimos que sea santificado su nombre para que Él sea santificado en nosotros por las obras de justicia, por los méritos de la fe, por la gracia del Espíritu Santo. Y para obtener, nosotros, los dones de esta santificación es necesaria la ayuda de su misericordia».[1]

Si quisiéramos considerar el vocabulario de "santificación" en la Sagrada Escritura, ciertamente encontraríamos una abundancia tal de referencias, que haría embarazosa la elección. Sin embargo, éste no es el propósito de mi intervención. Por ello será suficiente dejarse guiar por un buen léxico/diccionario bíblico. Cité hace un momento el texto de Levítico: Sed santos, porque yo soy santo. Y ya solo ésta sería una fórmula significativa, rica. No es una simple exhortación, sino mucho más. De hecho, expresa un vínculo de causalidad ya que la santidad del pueblo de Dios es causada, generada, motivada por la santidad del Señor. Estamos en el centro de ese código de santidad que señalará la peculiaridad del pueblo de Dios con respecto a todas las demás naciones: «No profanéis mi santo nombre, para que yo sea santificado entre los hijos de Israel. Yo soy el Señor, el que os santifica, el que os sacó de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios. Yo soy el Señor» (Lv 22,32-33). Aquí se reconocen los principales paradigmas de la santidad, que son: la elección del pueblo y la separación de los otros pueblos, la pertenencia al Dios de la Alianza y la participación del pueblo en la santidad de Dios. De entre estos rasgos ya en el Antiguo Testamento emerge uno que es importante tener en cuenta en el evento cristiano: la dimensión comunitaria o eclesial de la santidad. «Más que como una virtud personal o individual, debemos pensar en la santidad como don participativo de naturaleza comunitaria».[2] Es por ello que la Anáfora III del Misal Romano nos hace decir: Vere Sanctus es, Dómine… per Fílium tuum… Spíritus Sancti operante virtúte, vivificas et sanctificas universa, et populum tibi congregare non desinis

Según el mismo esquema podemos considerar también la exhortación paulina de 1Ts 4,3: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación». El apóstol, sin embargo, no deja de subrayar la absoluta novedad del hecho cristiano en la relación paradójica con Cristo, como leemos en 1Cor 1,30: «A él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención». La mirada de Pablo se dirige sin duda a la Cruz, que es el lugar privilegiado de la santidad y de la santificación de Dios y de los creyentes. He dicho «relación paradójica», porque la Cruz, lugar maldito e impuro, ha sido transformada en lugar santo y de santificación y esto en razón del don de la vida. En su gran amor por nosotros, el Padre nos da a su propio Hijo: «El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm 8,32). Es solo un pasaje, al que fácilmente se podrán agregar otros, para recordar que la santificación es fruto del amor. También nos indica que la santidad tiene su cumbre en el amor: de Dios para nosotros y de nosotros hacia Él y hacia el prójimo. «Nos hace falta un espíritu de santidad – ha escrito Francisco – que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación» (Gaudete et exsultate, n. 31).

Comprometidos como estamos en estos días con el camino cuaresmal, ya vemos sin embargo vislumbrar en el horizonte la fiesta de la Pascua y por ello, en el contexto de las referencias paulinas, me parece oportuno añadir al menos Gal 2,20: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí». Estas palabras son ciertamente capaces de describir la esencia de la santidad. De hecho, lo que Pablo afirma no solo concierne a la propia identidad, relacionada con Cristo, sino que involucra a todos los creyentes hasta el punto de alcanzar a todo el que sea tocado por el amor de Cristo. No se hace referencia, por tanto, a un "yo" personal y ejemplar, que pueda ser reemplazado por cualquier otro pronombre personal. Más bien se refiere al "nosotros" de la Iglesia, al "vosotros" de los testigos de la fe y al "ellos" de la santidad que no tiene fronteras religiosas ni antropológicas.

La rica afirmación de Pablo señala ante todo el inicio de la santidad: cuando el Hijo de Dios me amó y nos amó y se entregó a sí mismo por mí y por nosotros. El acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo se vislumbra detrás del inicio de la santidad que, antes de ser una respuesta, es don de la llamada y de la gracia. Llegar a ser santos significa dejarse alcanzar por el amor y por la entrega que Cristo ha hecho de sí mismo por cada persona humana. La cruz de Cristo, evocada por haber sido él crucificado con Cristo en la precedente afirmación de Gal 2, 19, es el acontecimiento del amor y del don de sí realizado por Cristo. Por ello, la santidad es un don que parte del evento de la muerte y resurrección de Cristo y se hace evento en la vida de quien es alcanzado por el amor de Cristo.

Lo que sorprende de Gal 2,20 es el paradójico intercambio entre Jesucristo y quien ha sido alcanzado por su amor en el itinerario de la santidad. Cristo no solo ha muerto en un momento muy preciso de la historia humana, sino que ha resucitado y sigue viviendo en el que llama a la santidad. El creyente experimenta cada día la amplitud de la presencia de Cristo en su propia carne. Pero, ¿cómo puede alguien que murió en el pasado seguir viviendo en nosotros y, al mismo tiempo, ya no somos nosotros los que vivimos, sino que es Él quien vive en nosotros? Este intercambio sólo es posible mediante la acción del Espíritu de Cristo, que en nuestros corazones clama «Abba, Padre» (Gal 4,6). La santidad se nutre continuamente de la acción del Espíritu ya que «el que nos ha preparado para esto es Dios, el cual nos ha dado como garantía el Espíritu» (2Cor 5,5).

Si la santidad es un don al que todos los seres humanos están llamados es porque el Espíritu puesto por Dios en el corazón humano es la misma fianza que sólo será colmada en nuestro encuentro definitivo con Cristo. Entre el comienzo de la santidad, que es el amor de Cristo por nosotros, y su epílogo, que es cuando lo veremos cara a cara, el Espíritu Santo realiza un itinerario en continuo crecimiento, sin interrupción. Por eso Cristo no es sólo la «vida», sino que es el vivir hasta el punto de que el morir se transforma en ganancia y ya no es una derrota (cf. Flp 1,21). Así, la muerte se transforma de enemigo natural (cf. 1Cor 15,54-55) en paradójica ganancia. Lo que une todos los diferentes caminos de santidad no es el cotidie morimur reconocido por filósofos como Séneca,[3] sino el cotidie vivimus: cada día no morimos un poco – esto pertenece a nuestra condición natural – sino que vivimos un poco más, porque la necrosis conseguida por Cristo en nosotros se transforma en su vivir en nosotros: «llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Cor 4,10).

No es casualidad que Gal 2,20 ancle en el presente el vivir de Cristo en nosotros. La dimensión que más caracteriza a la santidad, de hecho, es el presente de la vida cotidiana: sin remordimientos del pasado, ni huidas hacia el futuro. Cuando en el capítulo tercero de Gaudete et exsultate Francisco perfila los caminos de la santidad con la práctica de las bienaventuranzas evangélicas, escribe que «en ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas» (n. 63). En su esencia, por tanto, la santidad se transforma día a día y de gloria en gloria en Cristo, que es el icono vivo de Dios (cf. 2Cor 4,6). Entonces, cuanto más el yo de cada uno de nosotros cede el puesto al vivir de Cristo en mí, más se reconoce la santidad como identidad imprescindible del creyente, y vale para la santidad cotidiana del creyente lo que Albert Schweitzer decía sobre la mística cristiana (y no sólo católica): «La idea del ser en Cristo domina a Pablo hasta el punto de que él no sólo fundamenta en ella todo lo que tiene que ver con la redención, sino que designa toda experiencia, sentimiento, pensamiento y voluntad del bautizado como algo que sucede en Cristo».[4]

2. Santidad y evangelización

La vida de Cristo en el bautizado es obra de la gracia y genera santidad que evangeliza. Verba docent, exempla trahunt, sentencia el antiguo proverbio latino. San Francisco de Asís invitaba a los frailes a predicar siempre el Evangelio «si fuera necesario, también con las palabras», como ha recordado en el 2015 el Papa Francisco, quien después ha añadido: «Hoy no se necesita tanto maestros, sino testigos valientes, convencidos y convincentes... a ejemplo de Pedro y Pablo y de tantos otros testigos a lo largo de toda la historia de la Iglesia».[5] Reconocemos en estas palabras la famosa enseñanza de Pablo VI.[6]

Las numerosas beatificaciones y canonizaciones de las últimas décadas han demostrado que, gracias a Dios, la santidad no está en crisis. Sin embargo, la evangelización experimenta momentos de estancamiento y tentaciones de desánimo. El recurso sabio al tesoro de la santidad puede contribuir ciertamente a un nuevo impulso misionero, como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia desde sus inicios.

2.1 De la Iglesia de los inicios a los nativos digitales

Con el «nuevo inicio» de Pentecostés, los discípulos impresionaban al pueblo por su profunda comunión, así como por los milagros realizados en el Nombre de Jesús.[7] Pronto nacieron formas de culto en torno a los mártires,[8] los «testigos» que, durante las persecuciones, permanecieron fieles a Cristo hasta el derramamiento de la sangre. Ignacio de Antioquía (ca. 110 d.C.) estaba convencido de que con el martirio se convertiría en verdadero discípulo de Jesús, seguidor de su escuela.[9] En el documento hagiográfico más antiguo, el Martyrium Polycarpi (167 d.C.), leemos: «Honramos a los mártires como discípulos e imitadores del Señor por el inmenso amor a su rey y maestro. Que también nosotros podamos convertirnos en sus compañeros y condiscípulos».[10] La sangre de los mártires fue considerada semilla de nuevos cristianos.[11] Concluidas las persecuciones de los primeros siglos, la misma admiración se extendió a la vida ejemplar de numerosos monjes y, con el tiempo, la «virtud heroica» se unió al martirio entre los criterios para evaluar a los candidatos a la canonización.[12]

Hoy esta terminología evoca a los superhéroes del cine y corre el riesgo de aislar al santo en un nicho alejado de la vida cotidiana. En realidad, los santos son evangelio vivo y, por ello, instrumentos preciosos para la evangelización. Animando la noche de Todos los Santos con la vida luminosa de los enamorados de Cristo, por ejemplo, se dejan atrás los legados paganos (cf. Halloween) y se transmite a la sociedad el gusto por «lo que es virtud» y merece alabanza (cf. Flp 4,8). Siempre se revela fecundo, en la catequesis parroquial y en todas las etapas del camino comunitario, el recurso a la historia de un santo, que traduce las palabras en vida e imágenes. Estos caminos son especialmente eficaces con los «nativos digitales», que aprenden con los ojos, acostumbrados a ver lo que escuchan. En el fondo, también era ésta la función de los frescos de las antiguas catedrales. Los jóvenes son los más sensibles a la belleza y no les gustan las medias tintas. Sienten que la vida es ambicionar lo sublime. Un virus contagioso en nuestro tiempo es la distorsión del deseo, con la que el hombre con frecuencia se inclina ante lo que es más pequeño que él. Sin embargo, cuando los muchachos ven el amor verdadero, no escatiman gastos. Ellos lo saben mejor que nosotros los adultos: lo que no cuesta nada, no vale nada. Y se producen los milagros de la evangelización: en la estela de los santos, el Crucificado-Resucitado los atrae a su amor.

La santidad nace de la evangelización y genera evangelización porque muestra caminos de redención. Para hacer un santo se necesita un pecador, pero un pecador que se deje invadir por Jesús en sus heridas, en sus culpas, en sus incapacidades. Descubrirlas delante del Médico permite experimentar el toque que sana. Así el hombre encuentra el amor de Cristo, elige vivirlo y transmitirlo: es decir, arde el fuego de la caridad. Sólo los enfermos sanan y los sanados saben entonces cómo curar a otros. Los santos no son superhéroes ni marcianos, los santos no son «estampitas». En la vida terrena han tenido sus defectos, limitaciones y conflictos; han conocido la fragilidad de las vasijas de barro (cf. 2Cor 4,7-15), los extravíos de San Pedro y las incomprensiones de los Apóstoles,[13] pero se han dejado reedificar cada día por la buena noticia de Cristo. Para evangelizar la sociedad es necesario que un candidato al honor de los altares sea presentado con su camino de curación personal y de crecimiento gradual en la fe. De esta manera los santos son restituidos a la realidad y hablan a todos.

Por otro lado, la santidad no es uniformidad: asemejarse a Cristo significa tomarse en serio la propia singularidad. Se convierte en santo quien entra en contacto con esta singularidad y permite que la gracia la eleve a la perfección. Los santos «desde el vientre materno» son muy raros: cada vez más se afirman los caminos de conversión cercanos a nuestra experiencia de pecadores perdonados. Como san Pablo aterrorizado por esa gracia, que posteriormente iluminará a san Agustín; como San Francisco de Asís, descabalgado por sueños caballerescos, y san Ignacio de Loyola, herido en otras batallas. Algunos de los siguientes santos también han experimentado procesos de transformación radical: el beato Carlos de Foucauld había sido exonerado del ejército por indisciplina, pero después dejó su huella en la vida religiosa. El beato Cesar de Bus, de despreocupado cortesano se convirtió a los 31 años y llegó a ser, con su apostolado, precursor de la evangelización a través de los medios de comunicación. La santidad evangeliza cuando comunicamos la verdadera protagonista de estas historias, que es la misericordia de Dios, el mayor amor que transforma toda tristeza en alegría. Este es el mensaje de muchos santos recientes: la beata española Madre Esperanza (2014)[14] y santa Faustina Kowalska (2000), los servidores de la misericordia como san Pío de Pietrelcina (2002) y san Leopoldo Mandić (1983).

Sin embargo, para ofrecer al pueblo de Dios testigos auténticos y evitar confusiones o engaños, se requieren procedimientos e investigaciones rigurosos.

2.2 El discernimiento eclesial

Hoy en día es fácil difundir fake news, incluso construir falsas santidades en las redes sociales. Precisamente la necesidad de discernir modelos fiables de vida cristiana había llevado, en 1588, a la institución de la Sagrada Congregación de Ritos, que posteriormente, en 1969, se dividió en Congregación para el Culto y Congregación de las Causas de los Santos. Ya desde los primeros siglos, sin embargo, la Iglesia había sentido el deber de verificar la vox populi. Para reconocer la santidad auténtica, muy pronto se asoció, a la aclamación popular, la aprobación del obispo con el clero, y en el siglo VI se estableció la «canonización episcopal» (elevatiotraslatio corporiscanonizatio). Este acto fue después reservado al Papa, por lo cual se pasó al iter de la «canonización pontificia», que preveía la participación de expertos, hasta la instrucción de un verdadero Proceso canónico.

Puede que sorprenda, pero también hoy, como en los primeros siglos, todo nace de la vox populi, es decir, de la fama de santidad espontánea y generalizada. Es opinión común que el autor último de esta fama pueda ser el mismo Dios, quien señala a la humanidad los cristianos ejemplares en el amor. Al respecto, en la carta enviada el 24 de abril de 2006 por el Papa Benedicto XVI con motivo de la Plenaria de nuestro Dicasterio, se lee: «No se podrá iniciar una causa de beatificación y canonización si no se ha comprobado la fama de santidad, aunque se trate de personas que se distinguieron por su coherencia evangélica y por particulares méritos eclesiales y sociales». Es necesario subrayar este requisito de que no puede iniciarse un proceso de canonización solo por las presiones de unas pocas personas o, casi deductivamente, siguiendo ideas de hipotéticos beneficios eclesiales. El proceso nace desde abajo, desde la escucha de la realidad, no desde estrategias humanas, muchas veces utópicas y estériles. El obispo diocesano acoge la solicitud de una parte importante del pueblo de Dios, convoca testigos que puedan hablar libremente y hace recoger todos los documentos.

Tras esta primera etapa, la investigación pasa a la fase romana, en el Dicasterio competente. El Papa Francisco – igual que sus predecesores – aprueba cada año numerosas beatificaciones y canonizaciones que han sido examinadas por la Congregación de las Causas de los Santos. La promulgación de los relativos decretos también demuestra que la Iglesia está valorando todas las categorías de personas y los diversos orígenes geográficos, resaltando la vocación universal a la santidad. Se evangeliza la sociedad despertando los anhelos más nobles del hombre, su nativa belleza de imagen divina y la maravillosa meta a la que Dios lo llama.

2.3 Concilio Vaticano II: la vocación universal a la santidad

Debemos esta bocanada de oxígeno sobre todo al Concilio Vaticano II, que quiso liberar a los bautizados del elitismo de la santidad: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena» (Lumen gentium, n. 40). Por tanto, todos los cristianos pertenecientes a la Iglesia «indefectiblemente santa» están llamados a la santidad, según la expresión del Apóstol, que ya he citado: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Tes 4,3; cf. Ef 1,4).

El acento de los Padres conciliares recayó sobre todo en la accesibilidad de este objetivo en cualquier estado de vida: «Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios» (Lumen gentium, n. 41). Los fieles «quedan, pues, invitados y aun obligados a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado» (Ivi, n. 42). El Papa Francisco ha mostrado esta «santidad de la puerta de al lado» en el testimonio de los padres que crían con amor a sus hijos, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo (cf. Gaudete et exsultate nn. 6-7).

3. La santidad: levadura de la sociedad

La santidad canonizada da visibilidad a las perlas de esta santidad generalizada que, como la levadura, hace fermentar la «masa» de la sociedad. De hecho, los beatos y los santos han hecho accesibles a Cristo culturas y fronteras consideradas inalcanzables.

3.1 Santidad e inculturación

Las últimas décadas han visto la primera santa piel roja con santa Catalina Tekakwitha (2012), y al primer beato gitano: el mártir español Ceferino Jiménez Malla (1997). Las rígidas castas indias han sido atravesadas por el ministerio de Agustín Thevarparampil (2006), vicario parroquial vitalicio y ángel de los «intocables», mientras que a los leprosos se unieron la americana santa Marianna Cope (2012) junto con el belga san Damián de Veuster (2009). El cura Brochero (santo en 2016) evangelizó la pampa argentina a lomos de una mula, mientras que Monseñor Romero (santo en 2018) fue la voz de los que no tienen voz en tierra salvadoreña. Norteamérica experimentó el apostolado entre los indígenas de santa Catalina Drexel (2000) y Australia el trabajo entre los detenidos de Santa María de la Cruz MacKillop (2010), mientras que en todas partes Cristo ha abrazado a los «más pobres de los pobres» con santa Teresa de Calcuta (2016). Los "ojeadores" (talent scout) de tanta riqueza fueron los papas santos Pablo VI (2018) y Juan Pablo II (2014).

Para desmentir las visiones restringidas, la migración ha exportado santidad. Si un tradicional impulso misionero había llevado a África a la beata Irene Stefani (2015), un camino opuesto – de África a Europa – ha guiado a la esclava sudanesa santa Josefina Bakhita (2000).

Todas las edades pueden acceder a la canonización, porque la santidad, antes que un compromiso humano, es un don divino: así se evidencia en niños de diez años como los santos Jacinta y Francisco Marto (2017), o muchachos telemáticos como el beato Carlo Acutis (2020). La defensa de la inocencia cuesta la sangre de adolescentes como la beata eslovaca Anna Kolesarova (2018). Y de este modo nos referimos al capítulo cruento y glorioso del martirio, cumbre de la santidad.

Durante la Plenaria del Dicasterio del 2006 se reiteró la necesidad de probar siempre el odium fidei en las causas de los mártires. En aquellos días el Papa Benedicto XVI, en una carta al Dicasterio, reafirmó la doctrina tradicional, juzgando «necesario que aflore directa o indirectamente, aunque siempre de modo moralmente cierto, el odium fidei del perseguidor. Si falta este elemento, no existirá un verdadero martirio según la doctrina teológica y jurídica perenne de la Iglesia. El concepto de "martirio", referido a los santos y a los beatos mártires, ha de entenderse, de acuerdo con la enseñanza de Benedicto XIV, como voluntaria mortis perpessio sive tolerantia propter fidem Christi, vel alium virtutis actum in Deum relatum (De Servorum Dei beatificatione et Beatorum canonizatione, Prato 1839-1841, Lib. III, cap. 11, 1). Esta es la enseñanza constante de la Iglesia».[15]

En todo martirio está presente el misterio de iniquidad y el misterio de la gloria. Lo que se ataca en el mártir es a Cristo, no un ideal cualquiera: si no se demuestra el predominio de la motivación anticristiana, no estamos ante un martirio canónico y se incurre fácilmente en falsificaciones, protestas e instrumentalizaciones de naturaleza política, cultural, ideológica, etc. Recorridos no martiriales, aunque similares, podrán encontrar un lugar en las otras vías de canonización, sin eludir el obstáculo del milagro. Para cada presunto mártir es necesario documentar una significativa fama martyrii. La sociedad no se evangeliza con la adición numérica de candidatos mártires, sino escuchando y analizando la voz del pueblo de Dios, que reconoce en un bautizado el testimonio supremo de la fe y del perdón.

3.2 Santidad y sociedad

Por otro lado, precisamente la política y la cultura pueden ser insospechados laboratorios de santidad. Brillan laicos como san José Moscati (1987) y el beato José Toniolo (2012); sacerdotes «peligrosos» como san Luis Guanella (2011) y jóvenes «revolucionarios» como el beato Piergiorgio Frassati (1990). Se afirma la unión entre trabajo y santidad con san Josemaría Escrivá de Balaguer (2002), entre cultura y caridad con el beato Federico Ozanam (1997). Mientras que el aborto elimina generaciones y el feminismo replantea a la mujer, santa Gianna Beretta Molla (2004) muere por dar a luz a su tercera hija, inspirando a otras mujeres libres y modernas.[16] Fecundo de santidad es el matrimonio de los santos esposos Martin (2015). En tiempos en los que la sociedad hablaba casi exclusivamente en masculino, la Iglesia otorga el título de Doctor a grandes mujeres como santa Catalina de Siena y santa Teresa de Ávila (1970), santa Teresa de Lisieux (1997) y santa Hildegarda de Bingen (2012).

Cuando la Iglesia eleva a uno de sus hijos al honor de los altares, no exalta a un individuo, sino que celebra a Cristo vivo en Él. Si para los antiguos griegos el hombre es la medida de todas las cosas,[17] la historia de la salvación muestra quién es este hombre: ¡Cristo el Señor! Por eso la santidad, reflejo de Cristo, contribuye a revelar el hombre al hombre (cf. Gaudium et Spes n. 22), nos ayuda a comprender quiénes somos realmente. En esta estela se coloca la dramática provocación de la pandemia en curso.

3.3 El ofrecimiento de la vida: una perspectiva para la evangelización

En la memorable meditación realizada el 27 de marzo de 2020 en una Plaza de San Pedro desierta debido al COVID, el Papa Francisco utilizó expresiones fundamentales también para los implicados en los trabajos de la santidad: «Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes – corrientemente olvidadas – que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: "Que todos sean uno" (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras».

Unos días después – el 5 de abril de 2020, Domingo de Ramos–, recurriendo explícitamente al lenguaje de la heroicidad, el Papa reiteró: «Queridos amigos, mirad a los verdaderos héroes que salen a la luz en estos días. No son los que tienen fama, dinero y éxito, sino son los que se dan a sí mismos para servir a los demás».

El Coronavirus ha situado en el centro del mundo la exigencia de gastarse por los demás, pero el Maestro de este amor incondicional es Jesús (cf. Mt 23,8). Oblaciones similares surgen muy a menudo de profundas motivaciones cristianas, aunque sin el ejercicio cotidiano de virtudes heroicas o sin un verdadero martirio. La frase de Jesús «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), puede realizarse en el ofrecimiento de sí mismo por los demás ante la perspectiva concreta de la muerte. Ya el Magister para las Causas de los Santos, el Papa Benedicto XIV, había contemplado el caso de quienes, asistiendo a los apestados, habían muerto de la enfermedad:[18] aun no siendo asimilable al martirio canónico, ese acto de caridad daba un cumplimiento heroico a una vivencia cristiana.

Partiendo de esta intuición, el 11 de julio de 2017 Francisco promulgó el Motu Proprio Maiorem hac dilectionem instituyendo la posibilidad de la beatificación de «aquellos cristianos que, siguiendo más de cerca los pasos y las enseñanzas del Señor Jesús, han ofrecido voluntaria y libremente su vida por los demás y perseverado hasta la muerte en este propósito» (incipit). Testimonios similares han existido siempre. San Jerónimo Emiliani [Miani] (1486-1537) fue víctima de la asistencia a pacientes contagiosos en Somasca; san Luis Gonzaga (1568-1591) tras mucha insistencia, obtuvo en 1591 el permiso de los Superiores para dedicarse a las víctimas de la peste de Roma donde, de una población de unos cien mil habitantes, murieron sesenta mil personas, incluido el santo jesuita. San Damián de Veuster (1840-1889) partió hacia Hawái en 1863 en lugar de su hermano Pánfilo, que había enfermado; en 1873 se ofreció voluntariamente para asistir «para siempre» a los leprosos en la isla de Molokai: contrajo la enfermedad en 1885 y murió en 1889. Santa Gianna Beretta Molla (1922-1962) maduró su fe en la Acción Católica y en la profesión médica; vivió como una esposa ejemplar y, durante su tercer embarazo, tuvo que ser sometida a una intervención quirúrgica muy delicada; manifestó a los médicos la clara voluntad de salvar a su hija; en contra de la opinión de todos, llevó el embarazo a término y murió una semana después, dando la vida por su bebé.

Son cinco los criterios identificados en el Motu Proprio para esta nueva vía:

1) El ofrecimiento debe ser libre y voluntario en la heroica aceptación propter caritatem de una muerte moralmente cierta – o al menos concretamente muy probable –, y a corto plazo. No se trata de ese ofrecimiento práctico de sí mismo que comporta cotidianamente un progresivo desgaste de la salud hasta el punto de afectar la duración de la vida, ni de ese ofrecimiento – heroico, pero no verificable – que algunas almas generosas emiten con un propósito espiritual (la reparación de los pecados, la unidad de los cristianos, la paz entre los pueblos, etc.), a la que realmente sigue una muerte prematura. El caso que nos ocupa se refiere a una oblación personal, libre – incluso más allá de la Regla religiosa –, consciente, que un fiel, tocado por la gracia, realiza para socorrer a personas necesitadas de ayuda, sin la cual sufrirían graves daños.[19] Quien actúa así demuestra que ha acogido de lo Alto la gracia de una heroica imitación de Cristo, que voluntariamente entregó su vida por nuestra salvación.

2) Habrá que verificar el nexo entre el ofrecimiento de la vida y la muerte prematura. Este nexo es mucho más que una sucesión cronológica: la muerte no habría ocurrido si el oferente no hubiera involucrado intencionalmente su vida. No se trata de suicidio: la «causa directa de la muerte» es el peligro objetivo (por ejemplo, una enfermedad letal), mientras que la «causa indirecta» es el ofrecimiento de uno mismo. En esencia, el oferente realiza libremente un acto de caridad que, no obstante, también es mortal. Su fin principal es el amor y el bien consecuente, no la muerte que deriva y que trata de evitar en la medida de lo posible. Quien cuidaba a los apestados, amaba la vida y hubiera querido sobrevivir, pero arriesgó todo con tal de ayudar a los demás.

3) Debe documentarse el ejercicio por lo menos en grado ordinario de las virtudes cristianas antes del heroico ofrecimiento final. Será necesario que el oferente no esté determinado por el instinto, la exaltación, el exhibicionismo. Quien se ofrece debe saber a qué se enfrenta y qué repercusiones podría tener. También tendrá que evaluar si el ofrecimiento de sí mismo es evangélicamente proporcional a las necesidades y al efecto beneficioso. El ofrecimiento de la vida es un acto de amor y no puede ser provocado por motivaciones triviales o inaceptables, ni tener como objetivo resolver situaciones objetivamente irresolubles, para que no se convierta en una utopía o un espejismo, sino que se adhiera a la realidad percibida por una mente sana e iluminada por la fe.

4) Como en todas las causas de esta Congregación, debe verificarse la existencia de una espontánea y generalizada fama de santidad y de signos, al menos después de la muerte del oferente.

5) Finalmente, para alcanzar la beatificación, será necesario probar un milagro sucedido después de la muerte del Siervo de Dios y por su intercesión.

Más que una vía de canonización, el ofrecimiento de la vida es un estilo cristiano. En menor escala, caracteriza la vida cotidiana de tantos bautizados que se sacrifican por los demás, incluso por los que les hacen daño. En el fondo, ¿qué hace una madre que por el hijo sufre dolorosas contracciones y luego se despierta repetidamente cada noche para cuidarlo cuando llora? ¿Qué hace un padre que se expone a todo sacrificio para ganar el pan para sus hijos, quienes no siempre le manifestarán agradecimiento? Ninguno de nosotros podría vivir si no hubiera sido amado así. En cualquier modo, todos somos fruto del regalo de la vida de otro. Esta es la clave de lectura que la epidemia ha puesto de nuevo en el centro de atención. «Cada cual existe en relación con los otros miembros» escribe san Pablo (Rom 12,5). «Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos», afirmó el Papa Francisco en aquel 27 de marzo de 2020.

Conclusión

El martirio, la heroicidad de las virtudes, el ofrecimiento de la vida así como los milagros obtenidos gracias a los intercesores del Cielo, evangelizan la sociedad porque reflejan la vida concreta redimida por Cristo: nadie puede prescindir del más grande amor. Por tanto, disponemos de una inmensa riqueza. Recurrir con confianza al evangelio vivo de los santos da esperanza a este tiempo incierto y dirige nuestros pasos por el camino de la paz.

 

 

Marcello Card. Semeraro

Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos

 

[1] Tract. XIV in ev. S. Matthaei, II: PL 20, 360.

[2] A. Pitta, «Questa infatti è la volontà di Dio: la vostra santificazione…» (1Ts 4,3). Santità e santificazione nel pensiero di san Paolo», en Centro di Azione Liturgica, Liturgia e santità, Edizioni Liturgiche, Roma 2005, 35.

[3] Cf. Ad Lucilium, III, 24, 20.

[4] A. Schweitzer, La mistica dell’Apostolo Paolo, Ariele, Milano 2011, 5.

[5] Francisco, Santa Misa y bendición de los palios para los nuevos metropolitanos, 29 de junio de 2015. El texto de las Fuentes Franciscanas dice así: «Los hermanos que van entre los infieles, pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Un modo es que no promuevan disputas ni controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por amor de Dios y confiesen que son cristianos. El otro modo es que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios Omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos» (FF 43).

[6] «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros — decíamos recientemente a un grupo de seglares —, o si escucha a los maestros es porque son testigos» (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 41).

[7] Hch 2,42-47; 4,32-37; 5,12-16.

[8] Cf. C. Noce, Il Martirio. Testimonianza e spiritualità nei primi secoli (coll. La spiritualità cristiana. Storia e testi, 1, Studium, Roma 1987, 47-57.

[9] Cf. Ignazio di Antiochia, Mg. 9,2; Rom., 4,2: Lettere di Ignazio di Antiochia. Lettere e martirio di Policarpo di Smirne a cura di Antonio Quacquarelli, Città Nuova, Roma 2009.

[10] Mart. Polyc., 17,3. en C. Allegro (a cura di), Martirio di Policarpo, Passione di Perpetua e Felicità con sermoni di Agostino, Città Nuova, Roma 2001.

[11] Tertuliano, Apologeticum, 50,13.

[12] Cf. H. Misztal, Le cause di canonizzazione, L.E.V., Roma 2005, 27-29.37.

[13] El Papa Francisco enseña que «no todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona» (Gaudete et exsultate n. 22).

[14] De ahora en adelante, a menos que se señale lo contrario, entre paréntesis se indica la fecha de beatificación o canonización.

[15] Benedicto XVI, Carta a los participantes en la Sesión Plenaria de la Congregación de las Causas de los Santos, 24 de abril de 2006.

[16] Otras madres jóvenes, con una historia análoga, están siendo estudiadas en respectivos procesos de canonización: la Sierva de Dios María Cristina Cella Mocellin (+ 1995), la Sierva de Dios Chiara Corbella Petrillo (+ 2012), etc.

[17] «El hombre es la medida (métron) de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto que no son» (Protágoras: fr.1, en Platón, Teeteto, 152a.

[18] Benedicto XIV, De servorum Dei beatificatione…, libro III, capitulo XI, n. 2.

[19] Podría ser igualmente heroico el ofrecimiento de quien ocupa el lugar de un rehén en una situación de riesgo extremo, de quien muere por desactivar un artefacto peligroso para la comunidad, de quien perece en un esfuerzo extremo de rescate. Particularmente delicado es el caso de los capellanes militares en guerra, quienes, en lugar de ponerse a salvo, siguen asistiendo a los moribundos bajo el fuego enemigo hasta ser asesinados por ello.