MISA DE BEATIFICACIÓN
DE LA MADRE MARÍA MAGDALENA DE LA ENCARNACIÓN
HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS
Basílica de San Juan de Letrán, Roma
Sábado 3 de mayo de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Como los primeros discípulos, también nosotros elevamos nuestra mirada al cielo para contemplar la gloria de Jesús, Maestro y Señor, y exultar.
En efecto, en Cristo que asciende a los cielos está nuestra misma humanidad, la que asumió en la Encarnación, y es elevada al máximo esplendor de su dignidad.
Por eso, nuestra esperanza es una certeza, fundada en las tranquilizadoras palabras que pronunció el Maestro durante la última Cena: "Padre, quiero que los que tú me has dado estén también conmigo donde yo esté" (Jn 17, 24).
Así pues, los cristianos son los que siguen a Jesús.
Si se analiza de forma superficial e inmadura, esta expresión indica simplemente un modo de pensar y de actuar: los cristianos son los que en su conducta de vida se inspiran en las palabras y en el ejemplo de Cristo.
Pero, en un nivel más profundo, en el nivel que han experimentado tantos creyentes y han testimoniado los santos con su vida, la pertenencia a Cristo, el "seguimiento de Cristo", implica mucho más: no se trata sólo de una relación entre el discípulo y el maestro, una relación hecha de escucha, obediencia e imitación. No. Se trata de un "injerto". Hemos sido injertados en Cristo como los sarmientos en la vid; le pertenecemos de tal manera que somos los miembros de su cuerpo, como nos ha recordado la segunda lectura, tomada de la carta a los Efesios. Con su Ascensión Jesús da fundamento seguro y definitivo a la esperanza a la que estamos llamados, al tesoro de gloria que nos ha prometido y que es la herencia de los santos y elegidos de Dios, como nos ha dicho san Pablo en esa misma carta.
Sin embargo, para los Apóstoles, esta espera, esta certeza de estar un día con Cristo para siempre, no debe ser motivo de desinterés o de inercia. Al contrario, la Ascensión marca el inicio de la misión. Termina el camino terreno de Jesús y comienza el camino de la Iglesia en la historia del mundo. La Ascensión inaugura el tiempo de la Iglesia, y da inicio al tiempo de la maduración de la fe de los discípulos: en definitiva, no se trata de instaurar una doctrina nueva, sino de instaurar el seguimiento de Cristo.
La Ascensión es la gloriosa exaltación de Cristo, vencedor del mal y de la muerte.
Es un misterio que, en primer lugar, se refiere a Jesús mismo. En efecto, en este acontecimiento él, como Rey de reyes y Señor de señores (cf. Ap 17, 14), entra definitivamente en su reino, se sienta en su trono a la derecha del Padre y recibe de él todo poder.
El apóstol san Pablo proclama que el poder de Cristo está por encima de todo, no sólo de la actual realidad del universo, sino para siempre: "Bajo sus pies sometió todas la cosas" (Ef 1, 22).
Por eso, él mismo dice a sus discípulos: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues..." (Mt 28, 18-19). La pequeña palabra "pues" es importantísima, porque indica claramente que de esta fuerza de salvación brota el valor y el significado de la presencia de los cristianos en el mundo.
Ahora la mirada vuelve a dirigirse a la tierra, porque en la tierra deberá desarrollarse y realizarse el proyecto de la redención: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" (Hch 1, 11), nos repiten los ángeles de la Ascensión, como hemos escuchado en la primera lectura.
Esta es nuestra misión, queridos hermanos: hemos sido enviados por el Señor al mundo para transformarlo, para insertar en las realidades terrenas los gérmenes de su reino.
En este proyecto de transformación del mundo no estamos solos. En realidad, Jesús no nos abandona, sino que permanece con nosotros.
Ha resonado una vez más, en medio de esta asamblea, la extraordinaria promesa de Jesús, su palabra más dulce y consoladora: "No os dejo huérfanos" (cf. Jn 14, 18), "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).
Jesús sigue estando realmente presente en medio de nosotros como el Maestro que anuncia y explica las Escrituras, el Siervo que se inclina para lavar nuestros pies, el Médico que se compadece de nuestra fragilidad humana, el Pobre que nos pide respeto y atención.
Pero el grado máximo de intensidad de su presencia entre nosotros se realiza en el sacramento de la Eucaristía, en su doble aspecto de celebración y permanencia, porque en él no sólo se encuentra la presencia real del Señor, sino también su presencia "substancial": la substancia misma del pan y del vino, la fibra íntima de su ser, se convierte en Jesús.
Es el anuncio más conmovedor de un Amor que se da como alimento y de una transformación del mundo que puede realizarse verdaderamente.
La nueva beata, María Magdalena de la Encarnación, creyó firmemente en las palabras de Jesús, compartió plenamente su mandato y se dejó implicar en el espléndido proyecto de salvación que el Señor Jesús inauguró en la historia.
Esta mujer, que hoy ha sido elevada al honor de los altares, nos vuelve a presentar su testimonio de fe en la presencia del Hijo de Dios en la vida de la Iglesia, centrada en la Eucaristía.
Fascinada por el misterio eucarístico, la madre María Magdalena le consagró toda su vida transfigurándola en un acto de adoración.
Su gran misión, recibida del Señor mismo, consistió en proponerse a sí misma, al instituto de las Religiosas de la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento, por ella fundado, y a la Iglesia entera, la experiencia de una adoración "perpetua": del mismo modo que Jesús permanece en el sacramento también después de terminar el momento celebrativo, así es necesario que nosotros permanezcamos con él. Por tanto, se trata de una adoración que no ha de faltar nunca en la Iglesia, que ha de nacer y prolongarse en el tiempo, para que la Hostia santa reine en el mundo, para que triunfe públicamente y sea memoria perenne del amor de Dios a los hombres, un fuego capaz de incendiar todos los rincones de la tierra.
Así se comprenden bien las palabras de la madre Sordini: "Jesús, quisiera que todo el mundo te amara, incluso a costa de mi vida".
La madre María Magdalena nos enseña que del corazón de Jesús eucarístico brota misteriosamente una vida nueva capaz de renovar al pueblo cristiano.
La beatificación de hoy atrae nuestra atención hacia la gracia extraordinaria, que nos ha sido concedida, de estar en la presencia del Señor. En la carta apostólica Novo millennio ineunte, Juan Pablo II escribió: "nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas "escuelas" de oración (...), una oración intensa, pero que no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y capacita para construir la historia según el designio de Dios" (n. 33).
La historia fascinante de la madre María Magdalena de la Encarnación nos ayudará a evitar el lado débil del apostolado, especialmente en este momento histórico particular, para no perder nunca la convicción de la importancia fundamental e insustituible de la oración; y, sobre todo, a reconocer a la Eucaristía su papel de fons et culmen —fuente y cumbre— en nuestra vida de fe (cf. Lumen gentium, 11). La beata madre Sordini concebía sus monasterios como centros de irradiación espiritual para la humanidad entera. En efecto, la adoración del Pan eucarístico partido debe impulsar al cristiano, a su vez, a "partir" su persona y a revolucionar su estilo de vida para entregarse a sus hermanos.
Así pues, la beata Sordini, alma profundamente contemplativa, como por lo demás todos los santos, no buscó una fuga ni una evasión de la realidad presente, sino un estímulo, dirigido a nosotros, a esforzarnos al máximo por comportarnos como creyentes, siempre y en todas partes, por actuar solícitamente como cristianos auténticos en el seno de nuestra sociedad, por realizar en nuestro interior y en el mundo el reino de Dios, que es reino de paz, de justicia, de santidad y de amor.